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Regalo de dignidad

Jóvenes cubanos de las brigadas de alfabetización "Conrado Benítez". Foto: Archivo.
Jóvenes cubanos de las brigadas de alfabetización "Conrado Benítez". Foto: Archivo.

تاريخ: 

23/12/2021

مصدر: 

Cubadebate

A propósito del aniversario 60 de la Campaña de Alfabetización.
 
Corría el año 2001 y Fidel conversaba con un alto dignatario africano de visita en Cuba y, en particular, le relataba sobre la Campaña de Alfabetización, esa hermosa tarea para la que miles de jóvenes se movilizaron hacia los campos cubanos para enseñar a leer y escribir.
 
Fidel se preguntaba qué mejor regalo podría haber hecho la Revolución a aquellos hombres y mujeres, que ya no tuvieron nunca más que firmar un documento con aquella ominosa cruz. Fue, dijo, “un regalo de dignidad”.
 
Visiblemente emocionado, el visitante le respondió con tono íntimo y fraternal: “Fidel, esa es una bella frase”, y repitió. en francés: “un regalo de dignidad”.
 
Entonces yo, me acordé de Eugenio… Era mi alumno más viejo en aquel pueblecito con nombre de mujer entre Bayamo y Manzanillo. Tenía algo más de cincuenta años, pero desde la distancia de mis doce, bien hubieran podido ser cien, tal era su estado de deterioro.
 
No cabía en su cara una arruga más. Era pequeño y ya, visiblemente encorvado, parecía más pequeño aún. Un día su piel había sido blanca. Ahora tenía un tono grisáceo difícil de describir. Solo sus ojillos conservaban un brillo inusual matizado de malicia, bajo unas cejas copiosamente pobladas y ya blancas.
 
Me contó que siempre había sido vaquero y que desde niño se había levantado de madrugada a ordeñar las vacas por unos centavos y la oscuridad y el trabajo le habían “comido” los ojos.
 
Habló de la miseria en tiempo muerto, de las vicisitudes para criar a una larga prole que hubiera sido mayor si todos hubieran ganado la batalla de sobrevivir… Me habló de la desesperanza, de sus hijos sin zapatos, sin escuela y sin hospital… en fin, me habló de la vida, la dura vida antes de aquel enero.
 
Desde la primera lección, los dos comprendimos que aquello no sería fácil. Casi al minuto fue evidente que Eugenio nunca había tomado un lápiz en sus manos y ahora era aún más difícil para aquellos dedos engarrotados por la artritis y el olvido.
 
Había preparado una mesita de madera algo desvencijada bajo un frondoso árbol. Cerca de allí crecía una preciosa mata de olorosas gardenias. Le comenté de pasada que esas eran las flores preferidas de mi mamá y a partir de ese día nunca faltó sobre la mesita en una latica vacía de leche condensada, la primera gardenia cortada por sus propias manos y su perfume nos acompañaba durante toda la clase.
 
    Se quejó de que no veía bien. Entonces a través de los responsables de la alfabetización le obsequiaron unos espejuelos. La ilusión duró poco. Pronto estuvo claro que el problema ya era demasiado grave para una solución tan sencilla. Seguía sin ver bien.
 
Entonces yo le transcribía a un papel con letras inmensas las lecciones de la cuartilla y seguimos en la batalla hasta el final.
 
Un día él se dio cuenta, que mis seis meses junto a él no serían suficientes para borrar tantos años de injusticia y entonces me dijo: “Mire Brigadista, aunque sea yo quisiera aprender a poner mi nombre para no tener que firmar más con una cruz”.
 
Hoy sé que nunca más mientras viva volveré a ver una cara más feliz que la de Eugenio aquel día en que por primera vez en su vida se sintió dueño, al fin, de su identidad.
 
Llegó la hora de la partida y todos estábamos un poco tristes, pero no quisimos demostrarlo. Yo fui a la última clase y, por algún presentimiento oculto, ambos supimos que no nos volveríamos a ver. Ese día no había ninguna gardenia en la latica sino una mata completa, un retoño pequeño que él quería que yo le llevara a mi mamá de regalo.
 
Sesenta años después todavía me da vergüenza confesar que dejé olvidada la mata de gardenias en el bullicio, la irreverencia juvenil y la alegría del aquel retorno a la capital en un vagón de caña, pero siempre me ha acompañado lo mucho que aprendí de Eugenio y otros y otras como él, realidades de un pasado oprobioso que me comprometieron a luchar para que no regresara jamás.
 
Y Eugenio se fue para siempre feliz con aquel regalo de dignidad que le hizo Fidel.